domingo, 25 de noviembre de 2018

El Huésped


    Arte; Archivo BarMa. Barreras para ver al Emperador

Don José Antonio del Moral, maestro de la cátedra taurina, que no requiere de panegíricos,ha puesto a disposición este artículo como él lo califica, y directo de España aquí está.
*En versión intacta, como diamante de trapío.

 México y Anexas…

Las Bardianas: Anfitrionas de ocasión
-Sobre la génesis de Enrique Ponce hasta su reinado imperial-
El lenguaje taurino se nutre de refranes y de sentencias repetidas hasta la saciedad que se han venido cumpliendo inexorablemente. Una de las más recurrentes y más fieles a la realidad afirma que “si difícil es alcanzar el grado de figura, mucho más es permanecer en él”. La historia del toreo está llena de infinidad de toreros que despertaron grandes expectativas en su tiempo hasta ser calificados como héroes o aristas sublimes que persistieron entre altibajos, sin la fuerza de sus inicios, o que fueron diluyéndose, cuando no desapareciendo sin apenas dejar rastro de lo que habían hecho. Muy pocos consiguen el grado de figura y logran sostenerse en ese sitio durante un lustro, como mínimo, sin desfallecimientos a pesar de posibles enfermedades y de percances, manteniendo e incluso creciendo por lo que a la regularidad en el triunfo se refiere y, mucho más, perfeccionando su estilo cada temporada en lucha con sus rivales que les vayan surgiendo, sin dejarse eclipsar ni vencer por ninguno, sin ni siquiera mostrarse afectados por el lógico desgaste que supone torear un elevado número de corridas – no digamos si sobrepasan la centena, actualmente muchas televisadas en directo – ni por la intransigencia de los públicos, desde siempre iconoclastas con las figuras consagradas. Esta permanencia alcanza una medida de carácter histórico que taurinamente conocemos como “época”.

En consecuencia, solamente fueron, son y serán “toreros de época”  los diestros capaces de superar este cúmulo de circunstancias y, por consiguiente, de resolver cuantos problemas confluyen en tan apasionante profesión: Las dificultades inherentes a la lidia de cada toro en su vario comportamiento, dominándolos y acoplándose en cada caso para que, en lo máximo posible, el toreo pueda expresarse con limpieza y traza singulares artísticamente hablando; superar anímica y físicamente lesiones y cornadas; no rechazar las ganaderías más prestigiosas por su casta, bravura y trapío, como tampoco las obligadas comparecencias en las ferias y plazas más determinantes, incluidas las de Francia y América, sin perder la moral ni la propia estima por causa de la críticas – pertinaces las de sus enemigos que siempre tuvo y tiene-, o por sus inevitables campañas a la contra que también son pareja inseparable de los muy pocos que logran sostenerse largamente en el poder.

Sin distanciarnos demasiado en la Historia del Toreo, Lagartijo, Guerrita, Gallito, Belmonte, Domingo Ortega, Manolete, Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez, El Cordobés… y los poquísimos que les siguieron con tamaña categoría, mitificados tras su retirada y, no digamos, tras su muerte, fueron negados en sus mejores años por los que siempre se autoproclaman “buenos aficionados” – nunca por la generalidad de los públicos – y por la crítica tenida por más dura. Cualquiera que quiera comprobar lo que afirmo, puede comprobarlo consultándolo en las hemerotecas y en los libros.

De tal modo, resulta comprensible que de los muchos toreros notables que han existido, solo unos pocos pueden ser considerados como “toreros de época”, independientemente del estilo o del especial acento artístico que adornen sus maneras porque, para serlo, son los valores profesionales los que verdaderamente cuentan. Valores que dimanan más del esfuerzo personal y de la voluntad que se la suerte, aunque también ésta sea un valor primordial en el devenir de los toreros. Del saber profesionalizar las cualidades que Dios da a los elegidos – imprescindibles el valor y la inteligencia como soporte de las demás – depende todo: La renuncia a la vida disipada, la capacidad de esfuerzo, de sacrificio, de concentración, de ambición, de superación… De la indeclinable afición por el toreo en definitiva.

De entre los grandes toreros del siglo XX y hasta los que llevamos vividos del XXI que más se han acercado a las condiciones que acabamos de señalar, permanentemente dispuestos a defender su sitio, destaca indiscutiblemente Enrique Ponce por su creciente permanencia en la cumbre desde que la conquistó en la temporada de 1992, al tiempo que empezaba a decaer el “reinado” de Juan Antonio Ruiz “Espartaco” y el del colombiano César Rincón que no pudo mantener el tono altísimo que le encaramó a la cima durante la temporada anterior, perdiendo en la feroz competencia que tuvo que soportar con el entonces muy joven maestro valenciano, quien se abrió definitivo paso superando a todos los toreros que fueron nutriendo la primera fila sucesivamente. Y de ahí en adelante. El único que está aguantando es El Juli que incluso desde el año pasado hace lo posible y lo imposible tratando de imitar el estilo de Ponce. Lo que honra al valenciano.

No obstante, nombremos a los rivales más destacados que no pudieron acabar con Ponce. Además de los nombrados, “Finito de Córdoba”, José Miguel Arroyo “Joselito” que creo fue con quien más batalló hasta aburrirlo, Jesulín de Ubrique, el Francisco Rivera Ordóñez de sus tres primeras temporadas como matador de toros y José Tomás de quien sus acérrimos creyeron con idolátrico fervor que sería su definitivo verdugo. Ceguera que aún persiste cada vez que el de Galapagar asoma la “gaita” en sus escasísimas apariciones. Muchos empresarios han intentado que toreen juntos. Pero Tomás no ha admitido la única condición que siempre pone Enrique: que el festejo sea televisado en directo… Y es que las imágenes no mienten como lo hacen sus panegiristas cada vez que “reaparece”…

Las cifras que arrojan las estadísticas de Enrique Ponce ya han superado todos los records de la historia. En corridas toreadas, en toros matados, en trofeos conseguidos pese a los muchos perdidos por fallas a espadas, y en indultos logrados. Nadie jamás en el toreo había logrado tamaña suma.

Cuando lo consiguió, actuando en más de 100 corridas en España y Francia durante diez campañas consecutivas – la cuenta no incluyó sus tardes en América -, nadie se atrevió a negar tan enorme mérito.  Hasta estos diez años de Ponce, el record lo tenía Joselito “El Gallo” en tres temporadas…

Sería excesivamente prolijo que entráramos detalladamente en todas las cifras de Enrique Ponce porque excederían del propósito de este artículo. Y es que en el fondo de tamaña por descomunal historia, por delante debemos escribir sobre la génesis de este gran torero. Sobre los antecedentes de su vocación, sobre su formación, sobre su precoz maestría, sobre los porqué de la inusitada durabilidad de su inacabable carrera y sobre las razones de sus imparables progresos artísticos que van desde cómo lo ejecuta por su natural intuición hasta llegar a lo que ahora prodiga, un toreo cuasi soñado y hasta diríamos que sinfónico. Sobre todo en las corridas especiales en las que la música toma carta de naturaleza programada de antemano o meramente circunstancial las tardes en las que las bandas amenizan sus faenas con melodías propias del gran ballet u operísticas.

Enrique Ponce nació el 8 de diciembre de 1971 en Chiva (Valencia), año en el que curiosamente, se retiraron del toreo digamos formalmente Antonio Ordóñez y Manuel Benítez “El Cordobés”. Al cabo del tiempo, tal casualidad ahora nos parece premonitoria porque el valenciano ha sido el único que ha ocupado el trono del toreo tras el rondeño y el de Palma del Río. Reinado poncista que aún dura y nadie sabe hasta cuándo. Ni siquiera el propio torero.

De la mano de su abuelo materno, Leandro Martínez, que fue quien le enseñó a torear e impulsó su afición, tras destapar sus grandes posibilidades a los 8 años de edad ante un eral, de entusiasmar a los 10 en el ya famoso concurso para noveles del muy cercano a Valencia, “Monte Picayo” y, sobre todo, a raíz de su debut como becerrista en el histórico coso capitalino de la calle Xátiva y en más trascendental cuando fue descubierto y protegido por quien iba a ser su apoderado, Juan Ruíz Palomares, en el trascurso de otra becerrada organizada por éste en el pueblo jienense de Castellar. Aquel día el propio Juan Ruíz advirtió al abuelo Leandro de lo imposible que tan tierno y pequeñísimo infante pudiera con el fuerte becerro que le habían asignado, a lo que Leandro quitó importancia, rogándole que opinara después de verlo. Enrique se hartó de torear, mató al animal y puso la placita boca abajo, dejando atónitos a los presentes y prendado a Ruíz Palomares quien, desde ese momento, se hizo cargo de él. Posiblemente entonces y a pesar de la precoz maestría del niño Ponce, nadie e incluido el abuelo podía imaginar hasta donde iba a llegar.

Transcurridos más de 30 años desde aquella jornada, todavía nadie, ni el propio torero, puede atisbar cual y cómo será su techo profesional y artístico, porque a lo largo de este tiempo y tras cubrir triunfalmente cada una de sus campañas, ¿quién no ha pensado más de una vez que en alguna de las siguientes podría decaer su ánimo y su indeclinable afición?, sorprendiéndonos siempre con otras aún mejores y así sucesivamente. Gloria que Ponce ha conquistado desde la naturalidad de su ser eminentemente sencillo y feliz. Porque lo más curioso de este gran torero, es que al contrario de otras grandes estrellas, se cuajó y ha permanecido como máxima figura sin que se hayan producido cambios en su personalidad, por nada presuntuosa, desigual o extraña.

Ni en los más mínimos detalles o aconteceres de su vida fuera de los ruedos ha dejado de comportarse Enrique como una persona normal, como cualquier hombre de la calle que jamás hubiera destacado en nada. Merece la pena por ello detenerse en estos aspectos de la personalidad y del carácter más íntimo del torero de Chiva porque no se puede analizar su prolongado éxito ni definir su grandeza profesional obviando su proceder como ser humano.  

La sentencia “se torea como se es” que tan acertadamente pronunció en su día Juan Belmonte, se ajusta como un guante al modo de ser de Enrique Ponce. Un torero tan pacífico en lo personal como inasequible al desaliento y comparable a un inmenso anticiclón que, desde que si situó en la cumbre del toreo, nada ni nadie ha logrado desplazarle. Un diestro que torea con tanta facilidad que ha terminado por restar sentido al famoso dicho que define como virtud más cara del toreo la “difícil facilidad” por haberla convertido, sin pretenderlo, en su mayor hándicap y hasta en el peor demérito que, injustamente, le señalan a menudo sus detractores que siempre quedaron en el mayor de los ridículos.

Los psicólogos con más experiencia que hemos consultado para que nos expliquen la relación entre la sencillez de Ponce con su portentosa facilidad torera, nos dijeron que por ser una persona de carácter inalterable, rotundamente fiel a la educación que ha recibido y a cuanto ha aprendido desde que nació, ha podido desplegar con tanta naturalidad todos los resortes de su inteligencia taurina. Y añadimos: también la no taurina.

Cuando un ser humano se asoma a la vida es un ser por moldear. Una pizarra en blanco donde se van anotando las experiencias – bien fijadas por sus mayores – para que no se olviden. La personalidad adulta del Ponce niño, se logró porque su evolución fue satisfactoria. Cuando le vimos torear por primera vez en su debut con caballos en Castellón, descubrimos su precoz y segura maestría. Y observamos que, ante los novillos, no se comportaba como un niño hombre, sino como un niño adulto. La frescura de su limpia mirada, identificable con la ingenuidad infantil, contrastaba con un talento propio de un hombre maduro y experimentado. Y un modo de mirar que, sin embargo al mucho tiempo transcurrido, sigue manteniendo. Lo mismo que la inmediata rapidez de sus reflejos y la sensación de extrema facilidad, ya aludida, que imprimía a cuanto llevaba a cabo ante las reses ásperas o peligrosas, con las que nunca le vimos pasarlo mal, ni alterar el gesto de su cara, ni el color de su semblante, hasta en los momentos límite de las volteretas y de las cogidas, únicas ocasiones en las que Ponce rompe para el público el invisible cristal que parece protegerlo mientras torea, hasta el punto de lograr que desaparezca cualquier sensación de riesgo, aún con los toros más difíciles. Y siempre con esa especial naturalidad de los que no necesitan exagerar nada porque saben lo que son.

La personalidad adulta de aquel niño corporalmente diminuto y frágil, se logró, en efecto, porque desde sus principios todo lo que le sucedió fue aceptado por él en sentido positivo.

Por muy joven que se sea, un individuo adulto se distingue de los que no lo son porque sabe esperar cada momento. Ponce lo aprendió metódicamente, utilizando la paciencia y la alegría frente al continuo esfuerzo. También por esto siempre se movió y se mueve como pez en el agua entre las satisfacciones y las dificultades.

Aquellos primeros años junto a su abuelo Leandro, toreando de salón sin parar y su insistencia en proseguir pese a quedar exhausto, fueron buena prueba de ello. Como después lo fueron los años de incesantes entrenamientos, impuestos por las obligaciones de su apoderado, por entonces tratante de toda clase de ganado, más o menos bravo, que revendía tras ser “tentado” sin apenas testigos. Enrique a pie y Juan a caballo. Por las manos de Ponce pasaron infinidad de reses de toda condición, adquiriendo así un amplísimo oficio, inasequible para otros aspirantes de su propia edad y para la mayoría de los capaces de seguir. Algo impagable por lo que la prematura además de enorme experiencia suponía en sí misma y aleccionador por el esfuerzo que aceptó incansable a la vez que alegre por haber podido acumular tantas y tantas experiencias prácticas antes de su primer festejo con picadores, asombrando cuando llegó el día por su conocimiento y soltura cual ya hemos dicho. Pues de la lidia y de sus muchas variantes, ya llevaba aprendido Enrique desde la “a” hasta la “z”.

Pero el individuo auténticamente adulto – añaden los psicólogos – conoce a los demás y sabe perdonar porque para nada es envidioso. Y da a cada cosa la importancia que tiene. No exagera los primeros contratiempos ni minimiza las primeras frustraciones.

Enrique aprendió muy pronto a enfrentarse con los avatares del toreo y de la intensísima vida profesional que serlo conlleva, sin esconderse nunca. Como enseguida se dio cuenta de que los rencores hacen mella en la felicidad de uno mismo y de que el resentimiento puede atascar la evolución positiva de las personas… “No te alteres; dale tiempo al tiempo, que tú vales”, había escuchado muy frecuentemente de su abuelo. Y, más tarde, de su apoderado.

Ponce ya se había hecho adulto aun sin cumplir los años en otros necesarios por haber aprendido muy pronto a crecer intelectualmente. Breve espacio que en su caso se cubrió como si ya hubiera cubierto un largo e intenso trayecto. Como si aparentemente estuviera de vuelta cuando aún le faltaban por conquistar todo lo que vendría después. Impresión que pese a los muchísimos años que lleva sumados en la profesión, parece permanecer increíblemente virgen como entonces a pesar de su envidiable situación profesional, personal y familiar por la suya propia y por la adquirida tras casarse y tener dos preciosas niñas junto a su esposa, Paloma Cuevas, mujer por cierto muy acostumbrada a soportar y  a encajar los avatares del toreo por ser hija de otro torero, Victoriano Valencia, quien al cabo de tiempo se convirtió en apoderado compartido del maestro.

Ponce, parece – y lo es – un hombre bondadoso e inofensivo en la calle, mientras que vestido de luces, se transfigura en un sabio, también tranquilo aunque implacable. No se perdona el menor de los fallos y menos que alguien le pise los talones.

Y con este saber decirse íntimamente “yo sé quién soy”, sin falsa presunción ni complejos de inferioridad, asentó definitivamente su carácter en nada precipitado, aunque alertado por magníficamente educado para reaccionar cada vez que le llega la ocasión de mostrar su valía, como dejó y deja patente muchísimas veces desde que empezó a torear en público hasta en su interminable etapa de portentosa permanencia en el toreo. Ya llevaba igualmente aprendido el superar con sentido común los contratiempos, aceptando sin quejarse las dificultades que le fueron llegando y que aún duran inevitablemente.

Su primer revés, digamos grave, sucedió cuando se quedó parado y sin apenas contratos tras su alternativa en las Fallas del año 1990. Aquellas corridas para desesperados que le impusieron las circunstancias tras su advenimiento al escalafón superior, las resolvió Ponce con alegre resignación, a sabiendas de que se debían al torvo intento de frenar su requeté anunciado estrellato – Espartaco se negó a doctorarle el día de San José como hubiera sido lo lógico y lo obligado, dado que Enrique ya era un ilustre valenciano –, incluso entre los espadas que mandaban entonces.

“Nada nuevo en esta Fiesta”, le dijeron para que lo entendiera de inmediato. Y tanto lo entendió que, a lo largo de su impar carrera, lejos de hacer lo mismo, dio sitio a cuantos aspirantes al trono que fueron surgiendo y en ello sigue…

Ponce puso pronto remedio con un gran gesto en la Feria de Julio valenciana ese mismo año cuando contra la lógica  de un explicable conservadurismo y sin que nadie le obligara, decidió enfrentarse a los seis toros que, una vez desechados los previstos y aprobados otros a la hora del sorteo, sus compañeros de cartel no aceptaron el cambio de ganadería – Roberto Domínguez y El Soro, por cierto -, Enrique afrontó la hazaña triunfando con una determinación impropia de quien con 19 años y solamente  con cuatro corridas en su haber fue capaz de conseguir su heroico propósito. Y al año siguiente, ya con más actuaciones aunque en plazas de poca repercusión y reses sin garantía, cuando le llegó su primer gran y trascendental triunfo en Bilbao en sustitución de Joselito – se lo había ganado en una tarde anterior cortando una oreja a un sobrero de Antonio Ordóñez – frente a un ejemplar muy serio de Torrestrella del que cortó dos orejas, abriéndose definitivo paso junto a los mejores diestros del momento. A todos los que habían intentado apartarlo, no les cupo más remedio que tragar. Y desde aquel día hasta hoy.

Transcurridos 30 años de profesión sin más descansos largos que los impuestos en la recuperación de sus percances –, cuatro muy graves y uno de ellos cuasi mortal porque de la cogida de León estuvo a muy poco de perder la vida mientras lo llevaban a Madrid en una ambulancia -, su falta de soberbia fuera de los ruedos – algo que, por cierto, también le critican algunos – le distingue en lo personal de las grandes figuras con su mismo rango.

En Ponce, el orgullo solo toma cuerpo gestual con elegante y parsimoniosa torería mientras dura la corrida y cuando está en su turno de torear.  

Y en cuanto a sus respuestas a los retos, casi nunca se manifestó Ponce de boquilla o en declaraciones. Pocas veces, por no decir ninguna, osó faltar al respeto que le merecen sus compañeros. Los desafíos los dejó y los deja para la plaza frente al toro. 

El toro, siempre el toro. Su mayor obsesión aunque mejor sería decir la base de todo su quehacer porque, sin toro, no hay toreo. Aunque también le motiva y cada vez más su sensibilidad artística que le bulle continuamente y surge a flor de piel en cuanto encuentra lugar o motivo para mostrarla.

Pero el toro, sus diferentes condiciones, los problemas que plantean, los cambios de comportamiento durante la lidia, para bien o para mal – que Ponce mejora en cualquier caso – es lo que más le motivó y motiva aunque, ya dueño de los resortes que la mejor lidia exige, ha venido a profundizar en su estilo hasta un lugar absolutamente inaccesible para los demás toreros.

Pues al cabo del tiempo, – ya han sido muchos años –, el alma de artista que en Ponce anida le propició descubrir otras artes que ha hecho convivir con la taurómaca propia hasta tal punto que se puede decir que Enrique ya es mucho más que un gran torero. Sobre todo por su enorme afición a la música y el influjo que ha tenido en él y a sus también naturales virtudes como cantar y hasta bailar, pues además cantar divinamente y de saber bailar sobre las tablas en cualquier palo, últimamente también baila – más bien danza - en el ruedo con los toros porque también es un gran bailarín y en la escenificación de sus más grandes faenas, llena las pausas y los andares cual virtuoso del ballet. Cada vez es más frecuente verle entrar y salir en cada tanda de sus siempre templados y elegantes muletazos, tan inspirado o más que al ejecutarlos. Jamás habíamos podido gozar de algo parecido en las corridas de toros. Y en su particular caso, sobremanera en las amenizadas con melodías sinfónicas o en las más especiales organizadas al efecto con varios cantantes, coro y orquesta.

Dignas de recordar las corridas matinales en Nimes, su tarde en solitario frente a seis toros en la plaza francesa de Istres y la llamada “Crisol” en la plaza de Málaga alternado con Javier Conde. Para los que no pudieron disfrutar de esa tarde, afirmo que fue la corrida más bella que había visto en mi vida.

No es de extrañar que, si contemplamos con la perspectiva que nos da el tiempo, todos los aconteceres, los inventos – Enrique es y creo que seguirá siendo un inventor de nuevas suertes con la muleta y hasta con el capote.  Sus muchísimas  hazañas del pasado y hasta del presente que todavía protagoniza frente a los toros con mayor trapío e incluso a pesar de su mal juego cuando no de su evidente peligrosidad en las plazas tenidas por más toristas, además de sus grandes triunfos en todas las plazas del mundo donde viene reinando desde hace bastante tiempo, hemos de convenir que Enrique Ponce lleva años coronado cual Emperador del Toreo.







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